Cada persona puede
trazar el recorrido de su vida a través de olores y sonidos familiares.
Curiosamente la intensidad de los momentos de la vida nos aporta una memoria
extravisual que a través de los aromas y de las melodías puede devolvernos a
vivencias almacenadas en la memoria. Muchas veces el sonido del gas prendiendo
el hornillo, o el olor del azúcar mientras el té salpicaba de vaso en vaso me
habían conseguido transportar a mi infancia, a mis recuerdos más tempranos y
también con los que me hice un hombre, pero
esta vez el olor y el chasquido del té no me desplazaban a ningún lugar. Despertaba
en los campamentos del 27 de febrero en Tindouf. Sorprendido por segundos olvidaba que estaba de nuevo en casa, cierto,
costaba creerlo, pero después de veinte años había regresado con mi familia y
con mi pueblo. Mientras, el olor suave
del té seguía desprendiéndose por la haima,
mi familia sentada a mi alrededor seguían aún impresionados por el milagro de
mi regreso.
Hay cosas que se
aprenden y no se olvidan en toda la vida, esas son las que nos curten, y nos
hacen ser quienes somos, por eso antes de avanzar y salir a fumar un cigarro
fuera de la tienda salude al modo saharaui a los presentes con la retahíla de proverbios
hasanias. Para mis familiares mi
presencia era un regalo del Alà, pero yo sinceramente me sentía como un zombi. Sorprendido
me encontraba desplazado entre mi propia
familia, aunque lentamente los estímulos del entorno empezaban a encajar, el
olor de la hamada, la vista de su inmensa hostilidad, el calor del sol en la
piel, y el sabor del primer polvo del desierto en los labios. Ciertamente
estaba en otro mundo que solo los que lo han visitado pueden conocer su
inmensidad.
Fuera de la tienda
Yiba y Mulay jugaban casi ajenos a mi presencia, viéndolos pensaba en el poder
del juego como medicina y vitamina para los niños. El aroma del té ahora era
muy intenso, el azúcar hirviéndose lo podía sentir hasta en mis huesos. Este
era el tercero, el más dulce, dulce como la muerte. Qué paradoja pensar que la
muerte puede ser algo dulce, pero cuando contemplaba a Yiba y Mulay pensaba que
antes o después crecerían, y que los juguetes fabricados por ellos mismos
dejarían de ser un bálsamo para la vida en el desierto. Mañanas de sol
infernal, siroco asfixiante, y noches invernalmente eternas. Los días sin
comida humanitaria, y las noches pasando sin un trozo de carne que echarte a la
boca. Sí, me había olvidado que la muerte puede llegar a ser lo más dulce. Dejar de sufrir y dejar de ver padecer
a los tuyos por falta de condiciones básicas o cobijo. La vida saharaui es muy
amarga en los campamentos, para un europeo o alguien que se hubiera occidentalizado
es un inframundo. Antitética asociación para un profano, lo dulce y el dolor,
pero solo el que padece en esta vida sabe que la dulzura es el bálsamo para
escapar del dolor, incluso un occidental sabe que el dulce activa las endorfinas cerebrales y produce
placer redentor. A pesar de hacer un gesto convencido no encontraba mi pipa
para fumar, estaba en el lugar y en el momento, pero no tenía mi tabaco ni mi pipa
a mano para el acto instintivo. Hacía tiempo que la había abandonado El primer
vaso de té vino a salvarme.
Los niños estaban impacientes
por los regalos de su tío, los mayores con mi visita mezclaban ternura, regocijo y un
grito de libertad para el pueblo Saharaui.
La haima se iba llenando con
más amigos y vecinos, personas que ocuparon mi vida y que trataba de retener
cada día en mi memoria el día que emprendí mi viaje como Ulises Saharaui. Mi cuerpo era suyo, todo eran besos, abrazos,
estrechamiento de manos, frases del Corán agradeciendo a Dios este nuevo
encuentro, y de nuevo el té se reencontraba con mis manos como lo hizo durante
tantos días y noches, el ritual había vuelto a empezar y el té que tocaba era amargo. Así me sentía yo incomprensiblemente ante
todos los presentes. Amargo de no haber podido despedir a mi madre a la otra
vida por haber quedado separados en la
ocupación marroquí, también amargo por ver escurrirse la vida a mi padre entre
su dolor, a pesar de haber hecho todo lo posible por confortar su últimos años
desde la distancia. La amargura invadía mi corazón. Tampoco
las cosas fueron fáciles lejos del desierto. Bien amargo fue enterarme
que para algunos era solo un moro, maldita palabra desconocida. Especialmente
al principio de mi periplo las cosas no fueron sencillas, y parecía que cada
paso que lograba dar me deparaba otro abismo a superar. No puedo olvidar las
largas noches sin encontrar las estrellas que me servían de techo en el
internado del 12 de octubre. Los malestares se acumulaban, ser un sin papeles,
pasar los días sin un euro con el que tomarme un café, encontrar un trabajo que
no fuera solo para moros, quedarme clandestino en la frontera de Eslovenia,
obtener la primera certificación de estudios, muchas desesperanzas. Para un
extranjero es todo complicado, pero yo ni siquiera era un inmigrante pobre, era
un paria del desierto que andaba descubriendo a los demás el lugar de su país
en el mapa del mundo. La amargura es
algo sin consuelo que nos puede invadir en cualquier momento de la vida y
hacernos descender a los infiernos más recónditos del alma. Gracias a Dios a mí
me no me faltaron manos amigas que me sacasen de ella , desgraciadamente como
le faltaron a otros que se quedaron en el camino.
El ambiente de la haima está ya impregnado de aromas de henna,
incienso y clavo. Sigue mi cuerpo presente para mi familia y amigos, pero mi mente
sigue vagando. Sí, el camino ha sido
complicado antes de convertirme en el representante de la RASD para los juegos
deportivos de Brazzaville, hubiese dado
todo lo conseguido a lo largo de mi vida por qué mis padres compartiesen este momento
conmigo. Alguien ha cambiado el vaso vacío té en la mano por otro lleno, este
es más suave y con él vienen a mi memoria los lugares y las personas que me ayudaron
a sortear las piedras del camino. Recuerdo el orgullo de mi primer aprobado en
la facultad de psicología. La casa para estudiantes de la Rotllana. El primer
regalo de Reyes en el árbol de Navidad. Mi primer piso compartido alquilado. La
música de Peter Gabriel. El primer día que pise el mítico local de Don Pelayo
18. Sembrar esperanza en Irak y las calles de Badalona. Badalona mi segundo
hogar, Pineda mi casa. Lugares cargados de personas.
Al fin alguien me
hizo llegar una pipa, y mientras el cordero se asa y las mujeres lanzan su
grito pienso en mis seres queridos, mis primeros recuerdos son Georgina, Marc i
Inguia, mis suegros que han sido como mis padres. La gente de la Rotllana con
la que he trabajado y he pasado tantos ratos de ilusión, placer, crecimiento y
también de angustia por un alcalde xenófobo que quiso acabar con nuestra
presencia. Hay quién olvida las caras, pero yo recuerdo también los nombres. En
mi memoria está la gente de Bélgica con las que conseguí mi título de
entrenador de korfball, los amigos de Bosnia, y los educadores rumanos con los
que tanto compartimos sobre los aurolaci. No puedo olvidar a Santi, porque sin
duda cruzarnos en la vida fue un antes y un después para mí. Si yo hubiera sido
catalán hubiera querido ser como él, y sé
que si él hubiera sido saharaui hubiera puesto mí mismo coraje en la vida. Los tés pasan y pasan, este de nuevo es dulce
pero ahora no pienso en la muerte. Atrapo el vaso entre mis manos para que el
calor que desprende impregne mi cuerpo de su dulzura para el resto de vida que
me queda al lado de mi gente, sean las de un lado o las del otro del Mediterráneo.
Es el momento de que mi mente vuelva con mi cuerpo. Las estrellas caen otra vez como cada noche
que hacia guardia en el internado del 12
de octubre, la vida sigue y yo me agarro a su latido.