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miércoles, 30 de marzo de 2016

AMARGO COMO LA VIDA, SUAVE COMO EL AMOR Y DULCE COMO LA MUERTE.


Cada persona puede trazar el recorrido de su vida a través de olores y sonidos familiares. Curiosamente la intensidad de los momentos de la vida nos aporta una memoria extravisual que a través de los aromas y de las melodías puede devolvernos a vivencias almacenadas en la memoria. Muchas veces el sonido del gas prendiendo el hornillo, o el olor del azúcar mientras el té salpicaba de vaso en vaso me habían conseguido transportar a mi infancia, a mis recuerdos más tempranos y también con los que me hice un hombre,  pero esta vez el olor y el chasquido del té no me desplazaban a ningún lugar. Despertaba en los campamentos del 27 de febrero en Tindouf. Sorprendido por segundos  olvidaba que estaba de nuevo en casa, cierto, costaba creerlo, pero después de veinte años había regresado con mi familia y con mi pueblo.  Mientras, el olor suave del té seguía desprendiéndose por la haima, mi familia sentada a mi alrededor seguían aún impresionados por el milagro de mi regreso.


Hay cosas que se aprenden y no se olvidan en toda la vida, esas son las que nos curten, y nos hacen ser quienes somos, por eso antes de avanzar y salir a fumar un cigarro fuera de la tienda salude al modo saharaui a los presentes con la retahíla de proverbios hasanias. Para mis familiares mi presencia era un regalo del Alà, pero yo sinceramente me sentía como un zombi. Sorprendido me encontraba desplazado entre mi  propia familia, aunque lentamente los estímulos del entorno empezaban a encajar, el olor de la hamada, la vista de su inmensa hostilidad, el calor del sol en la piel, y el sabor del primer polvo del desierto en los labios. Ciertamente estaba en otro mundo que solo los que lo han visitado pueden conocer su inmensidad.


Fuera de la tienda Yiba y Mulay jugaban casi ajenos a mi presencia, viéndolos pensaba en el poder del juego como medicina y vitamina para los niños. El aroma del té ahora era muy intenso, el azúcar hirviéndose lo podía sentir hasta en mis huesos. Este era el tercero, el más dulce, dulce como la muerte. Qué paradoja pensar que la muerte puede ser algo dulce, pero cuando contemplaba a Yiba y Mulay pensaba que antes o después crecerían, y que los juguetes fabricados por ellos mismos dejarían de ser un bálsamo para la vida en el desierto. Mañanas de sol infernal, siroco asfixiante, y noches invernalmente eternas. Los días sin comida humanitaria, y las noches pasando sin un trozo de carne que echarte a la boca. Sí, me había olvidado que la muerte puede llegar a ser lo más  dulce. Dejar de sufrir y dejar de ver padecer a los tuyos por falta de condiciones básicas o cobijo. La vida saharaui es muy amarga en los campamentos, para un europeo o alguien que se hubiera occidentalizado es un inframundo. Antitética asociación para un profano, lo dulce y el dolor, pero solo el que padece en esta vida sabe que la dulzura es el bálsamo para escapar del dolor, incluso un occidental sabe que el dulce  activa las endorfinas cerebrales y produce placer redentor. A pesar de hacer un gesto convencido no encontraba mi pipa para fumar, estaba en el lugar y en el momento, pero no tenía mi tabaco ni mi pipa a mano para el acto instintivo. Hacía tiempo que la había abandonado El primer vaso de té vino a salvarme.
Los niños estaban impacientes por los regalos de su tío, los mayores  con mi visita mezclaban ternura, regocijo y un grito de libertad para el pueblo Saharaui.  La haima se iba llenando con más amigos y vecinos, personas que ocuparon mi vida y que trataba de retener cada día en mi memoria el día que emprendí mi viaje como Ulises Saharaui.  Mi cuerpo era suyo, todo eran besos, abrazos, estrechamiento de manos, frases del Corán agradeciendo a Dios este nuevo encuentro, y de nuevo el té se reencontraba con mis manos como lo hizo durante tantos días y noches, el ritual había vuelto a empezar y el té que tocaba era amargo.  Así me sentía yo incomprensiblemente ante todos los presentes. Amargo de no haber podido despedir a mi madre a la otra vida por haber quedado  separados en la ocupación marroquí, también amargo por ver escurrirse la vida a mi padre entre su dolor, a pesar de haber hecho todo lo posible por confortar su últimos años desde la distancia. La amargura invadía mi corazón.  Tampoco  las cosas fueron fáciles lejos del desierto. Bien amargo fue enterarme que para algunos era solo un moro, maldita palabra desconocida. Especialmente al principio de mi periplo las cosas no fueron sencillas, y parecía que cada paso que lograba dar me deparaba otro abismo a superar. No puedo olvidar las largas noches sin encontrar las estrellas que me servían de techo en el internado del 12 de octubre. Los malestares se acumulaban, ser un sin papeles, pasar los días sin un euro con el que tomarme un café, encontrar un trabajo que no fuera solo para moros, quedarme clandestino en la frontera de Eslovenia, obtener la primera certificación de estudios, muchas desesperanzas. Para un extranjero es todo complicado, pero yo ni siquiera era un inmigrante pobre, era un paria del desierto que andaba descubriendo a los demás el lugar de su país en el mapa del mundo.  La amargura es algo sin consuelo que nos puede invadir en cualquier momento de la vida y hacernos descender a los infiernos más recónditos del alma. Gracias a Dios a mí me no me faltaron manos amigas que me sacasen de ella , desgraciadamente como le faltaron a otros que se quedaron en el camino.
El ambiente de la haima está ya  impregnado de aromas de henna, incienso y clavo. Sigue mi cuerpo presente para mi familia y amigos, pero mi mente sigue vagando.  Sí, el camino ha sido complicado antes de convertirme en el representante de la RASD para los juegos deportivos de Brazzaville,  hubiese dado todo lo conseguido a lo largo de mi vida por qué mis padres compartiesen este momento conmigo. Alguien ha cambiado el vaso vacío té en la mano por otro lleno, este es más suave y con él vienen a mi memoria los lugares y las personas que me ayudaron a sortear las piedras del camino. Recuerdo el orgullo de mi primer aprobado en la facultad de psicología. La casa para estudiantes de la Rotllana. El primer regalo de Reyes en el árbol de Navidad. Mi primer piso compartido alquilado. La música de Peter Gabriel. El primer día que pise el mítico local de Don Pelayo 18. Sembrar esperanza en Irak y las calles de Badalona. Badalona mi segundo hogar, Pineda mi casa. Lugares cargados de personas.


Al fin alguien me hizo llegar una pipa, y mientras el cordero se asa y las mujeres lanzan su grito pienso en mis seres queridos, mis primeros recuerdos son Georgina, Marc i Inguia, mis suegros que han sido como mis padres. La gente de la Rotllana con la que he trabajado y he pasado tantos ratos de ilusión, placer, crecimiento y también de angustia por un alcalde xenófobo que quiso acabar con nuestra presencia. Hay quién olvida las caras, pero yo recuerdo también los nombres. En mi memoria está la gente de Bélgica con las que conseguí mi título de entrenador de korfball, los amigos de Bosnia, y los educadores rumanos con los que tanto compartimos sobre los aurolaci. No puedo olvidar a Santi, porque sin duda cruzarnos en la vida fue un antes y un después para mí. Si yo hubiera sido catalán hubiera querido ser como él,  y sé que si él hubiera sido saharaui hubiera puesto mí mismo coraje en la vida.  Los tés pasan y pasan, este de nuevo es dulce pero ahora no pienso en la muerte. Atrapo el vaso entre mis manos para que el calor que desprende impregne mi cuerpo de su dulzura para el resto de vida que me queda al lado de mi gente, sean las de un lado o las del otro del Mediterráneo. Es el momento de que mi mente vuelva con mi cuerpo.  Las estrellas caen otra vez como cada noche que hacia guardia en el internado  del 12 de octubre, la vida sigue y yo me agarro a su latido.



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